Posteado por: rodriguezpascual | 23 diciembre 2010

El Pigorro. Un cuento de Navidad. Y El Tacholero


El Pigorro.  Un cuento de Navidad.

El Tacholero.

Cuentos de Luis Torrecilla Estévez.

Comentario de Francisco Rodríguez Pascual

Valor etnológico del cuento

Escribe José Rogerio Sánchez en uno de sus textos sobre Teoría Literaria: “De la misma naturaleza del hombre arranca, como toda obra artística, el nacimiento de la novela. La tendencia humana, pronta a evocar, en relato más o menos artístico, el suceso memorable o la invención imaginativa, creó desde remotos tiempos el cuento que es la primitiva y más elemental forma novelesca, caracterizándose por la sencillez de la acción y, generalmente, por la forma narrativa. No quiere esto decir que el cuento sea como una novela en miniatura, no. El cuento, si acaso, sería como la forma inicial de la novela, la cual adquiere desarrollo con sujeción a su técnica especial, en épocas de avanzada cultura”.

De las anteriores palabras se desprende que no es nada fácil definir el cuento, distinguiéndolo de la novela corta, la leyenda o conseja, la fábula, el apólogo y la parábola. Del cuento destacan algunos la sencillez narrativa y el simbolismo didáctico. Incluso, se atreven a definir el cuento como “una narración fingida, corta, ingenua y fácil, ya cómica, ya fantástica, de la cual pueda desprenderse una enseñanza”.

En etnología se destaca el fenómeno, perfectamente registrable (como otras formaciones de la cultura tradicional),  de que la parte nuclear de los grandes cuentos se repite en todas las épocas y en todas las áreas culturales. Dicho de otro modo, el cuento “quintaesenciado” rebasa las coordenadas espacio/tiempo. Esta “universalidad” –posiblemente con premisas míticas– demuestra que dichos relatos tienen mucho que ver con la naturaleza o común denominador de la especie humana. El historiador alemán F. Gregorovius dejó escrito: “Las instituciones separan: las tradiciones unen”. Tanto en español como en francés, “la palabra cuento está cargada de matices folklórico-fantásticos”. Esta vinculación con la literatura folklórica (literatura popular del “folk”) hace del cuento una pieza clave, una llave hermenéutica de primer orden para comprender la cultura segregada por el pueblo y por la gente culta popularizante. El cuento ha ayudado poderosamente a fijar y trasmitir, de generación en generación, los sistemas de creencias y las escalas de valores que vertebran la vida de los grupos humanos. Existe en Castilla, y la utiliza Cervantes, la expresión “cuento de viejas”, lo cual hace suponer que, desde tiempos inmemoriales, eran las viejas, las personas mayores, quienes actuaban como correa de trasmisión –valiéndose de cuentos y refranes contados “tras el fuego”, como dice Iñigo Lopes de Mendoça– de los ideales, criterios de acción y valoraciones sociales que configuran la historia de una pueblo. De ahí, su importancia trascendental para la etnología que no se queda en las meras apariencias de las manifestaciones de la cultura. Escribe el anteriormente mencionado José Rogerio Sánchez: “El cuento puede ser fruto del ingenio popular o de la literatura culta, y sus asuntos, en uno y otro caso, satíricos, humorísticos, amorosos, fantásticos, morales, etc. en la parte documental de estas Hojas de Cultura Tradicional quiero ofrecer una muestra de la labor cuentística de un zamorano, hombre del pueblo trasplantado a Vitoria, pero que mantiene añoranzas de la región que le vio nacer: Luis Torrecilla Estévez. Como tantos otros trasterrados, ha procurado insertarse en el nuevo medio cultural, pero sin renunciar a sus raíces; así lo demuestra el cuento titulado “El Pigorro”. Apareció publicado en la Gaceta Municipal de Vitoria-Gasteiz (nº 45), de 21 de enero de 1995.

En dicha publicación alavesa se ofrece esta semblanza curricular de Luis Torrecilla Estévez: “Luis torrecilla Estévez resultó ganador del concurso de cuento de Navidad organizado por el servicio de Tercera Edad del Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz con el relato “El pigorro”. Torrecilla Estévez nació el 13 de febrero de 1923 en Cañizal (Zamora). Agricultor jubilado, carente de formación académica, se aficionó a la literatura hace más de veinte años, mostrando una particular predisposición por la poesía. Empezó a escribir en su propio pueblo, subido en el tractor, entre pausa y pausa de las labores agrícolas. Sus temas eran el campo; sus problemas, la sociedad. Anotaba sus reflexiones en el papel de fumar; y cuando llegaba a casa, lo transcribía en forma de poesías y relatos. Todos los viernes recita un poema suyo en Radio Gorbea. En su obra actual están presentes Vitoria y Álava, San Prudencio y la Virgen Blanca”. Dedico este artículo de una manera especialísima a mis alumnos de Universidad de la Experiencia de Zamora. Muchos de ellos, al igual que Luis Torrecilla Estévez, ocupan parte de su ocio jubilar o pre-jubilar en escribir poemas, cuentos, artículos de opinión… algún día no lejano dedicaremos las páginas de estas Hojas de Cultura Tradicional a las realizaciones literarias de este aguerrido grupo de jóvenes maduros, que hacen todo lo que está a su alcance para detener al dios Cronos, siempre dominado por las prisas. Ser alumno de la Universidad de la Experiencia a los setenta años resulta un triunfo glorioso e indiscutible ante las embestidas del tiempo.

El pigorro.

Seguro que te preguntarás: ¿qué es un pigorro? Si observas mi historia, estoy seguro de que lo adivinarás. Miguel Hernández les llamó niños yunteros. Érase una vez un niño de una familia humilde, muy querido por sus padres. Nació por los años 20. Apenas cumplió 10 años, tuvo la desgracia de perder a su padre. Su madre viuda, sus tres hermanas y un solo abuelo eran toda su familia. Muy cerca de su casa había una casa que tenía una gran hacienda con fincas y ganado. La madre viuda entró en esta casa a trabajar en los trabajos domésticos. Como si fuera un don bajado del cielo o como si al niño le hicieran una gran favor, entró este niño con sólo 10 años a trabajar como pigorro. “Puede ir a la escuela”, le dice el ama a la madre. Desde el día que entró en la casa, dormiría al lado de las bestias. Desde este día se acabarían sus juegos y sus amigos. El pigorro tenía que hacer todos los menesteres de la casa, tales como cuidar el ganado, limpiar las cuadras, traer el agua, poner la lumbre, escardar, vendimiar y ordeñar la vaca. Siempre deprisa un trozo de tocino y un rebojo de pan entre las manos para poder llegar a la escuela. Como la mayoría de las veces llegaba tarde, el maestro no le dejaba pasar. Después de correr tanto, volvía muy triste para encerrarse en las cuadras. Un día, el niño, esclavo de su destino, se acercó a la mesa del maestro y le dijo: “don Pepe no puedo volver a clase. Yo estoy de pigorro y siempre llego tarde”. Entonces empezó a llorar. El maestro se enterneció y le dijo: “Ven cuando quieras. tú no tienes que tener permiso para entrar”. Los días festivos y todos los días llevaba las yeguas al prado del común y por la tarde les echaba de comer y las recogía. Ya en las cuadras, ordeñaba las vacas. Después de cenar, marchaban los mozos a dormir a casa y el pigorro tenía que esperar hasta las 10 de la noche para dar el último pienso a las mulas. Así un día y otro. Esta es la faena de un pigorro. El sueldo, solamente la comida. Algunos ratos, los domingos, iba a ver a su abuelo. Él le daba confianza para poder seguir, y él le hacía la cayada para cuidar el ganado, le arreglaba las albarcas. Un día, el abuelo le regaló una cartera de cuero, hecha por él, con alguna perra chica y perra gorda de 5 y 10 céntimos que tenían la esfinge del rey Alfonso XIII.

Los meses de noviembre y diciembre, los animales no iban al prado del común. Por eso, todos los días, antes y después de salir de la escuela, sacaba la yegua a la era con sus muletos. Era el día 24 de diciembre de 1934. El pigorro, como siempre, fue a cuidar la yegua y los muletos a la era. Muy cerca de la era, una carretera, y a 15 kilómetros, un pueblo: Cantalpino. Entre la carretera y la era, una ermita donde se guardaba la Virgen de la Cruz, patrona del pueblo. Hacía frío. El pigorro se arrimaba a la pared de la ermita, se tapaba con una manta donde guardaba su merienda. Este día era espléndido; el sol brillaba con fuerza en el cielo. Sobre las once de la mañana, el pigorro se paseaba por la carretera, se entretenía jugando a algún juego propio de su edad.Acariciaba con sus manos la cartera que le regaló el abuelo repleta de perras que él esperaba gastar al día siguiente, día de Navidad. Cogió una moneda y la tiró al aire. En aquel mismo momento pasó a su lado un niño de su misma edad. El pigorro cogió su moneda. Entablaron las palabras que suelen decirse los niños: “¿Quién te da las perras?”. “Mi abuelo”. Y preguntó: “De dónde eres?”. “De Cantalpino”. “¿Adónde vas?”.  “A tu pueblo a pedir limosna”. “Mi padre no tiene trabajo y somos muchos hermanos”, respondió el niño. Se despidieron sin decir más palabras y el niño entró en el pueblo. El pigorro siguió jugando. Llegó la hora de comer. El pigorro se sentó en su manta y se dispuso a comer su merienda. Pasaron dos horas. Regresó el niño de Cantalpino. Desató un fardel donde guardaba unos rebojos de pan duro; dinero no traía ni una sola perra. Está muy triste. Al pigorro le dio mucha pena. Él ya había comido su merienda.

Pero el niño no había comido nada. Sin pensarlo más, sin tiempo a reflexionar, cogió su cartera, junto con sus pequeños ahorros, y se la dio al niño de Cantalpino. El niño extrañado no la quería coger. Como se hacía tarde, se despidieron y el niño de Cantalpino marchó por la carretera. Se le hacía tarde, tenía que andar 15 kilómetros y llegaría a la noche para pasar la Nochebuena con su familia.

Se fue pasando la tarde; el sol se ocultó a lo lejos; la brisa se fue poniendo fresca. La ermita se abrió para dar paso a unas mujeres que llegaron a rezar el rosario. El pigorro cogió la yegua y montó en ella y, con sus muletos detrás, llegaron a la cuadra. Arregló a los demás animales; llegó la Nochebuena. Era la única noche en que el pigorro podía cenar y dormir en familia; por eso el ama le tenía preparado lo que se llamaba la colación. Consistía en unos pocos garbanzos, una morcilla, un chorizo, un trozo de tocino, higos, nueces; y con todo esto metido en una cesta, llegó el pigorro a su casa para celebrar en familia la Nochebuena. El pigorro estaba muy contento y muy feliz por haberle regalado su cartera con sus ahorros al niño de Cantalpino.

¿Eres tú aquel pigorro?

Luis Torrecilla Estévez.

El tacholero.

En tiempos muy remotos, hace ya muchos años, vivía una familia muy numerosa; el padre, la madre y doce hijos. El padre era muy avaro; cada vez que la madre compraba un par de botas para alguno de sus hijos, él se enfadaba y reñía con su mujer. Por eso, cuando sus hijos llegaban a casa de jugar, les miraba las botas para ver si sus medias suelas estaban gastadas. Casi siempre el castigo era para Daniel, que era el más pequeño. A Daniel le gustaba salir al campo y ver toda clase de pájaros. Siempre llegaba tarde, el padre le revisaba sus botas y, al verlas llenas de polvo y gastadas le castigaba. Pero Daniel, cuando podía, volvía a salir al campo para ver a sus amigos los pájaros.

Un día llegó al pueblo un señor montado en una burra blanca; detrás de la burra una bicha, hija de la burra. A este señor le llamaban el tacholero, se dedicaba a poner tachuelas a las botas de los niños. El padre de Daniel llamó al tacholero y le dijo: “Quiero que me pongas las tachuelas a las botas de mis hijos”, y le preguntó cuánto le costaría; el tacholero le dijo que un real por cada par de botas. Como el padre era tan tacaño determinó poner un día las tachuelas a cada hijo. El primer día le tocó a Daniel por ser el que más gastaba de medias suelas. Había tres clases de tachuelas unas más chicas que pesaban poco y otras más gordas que pesaban mucho. El padre mandó que a Daniel le pondría las más gordas o pesadas porque era el que más gastaba. Al día siguiente marcharon todos al colegio; al regresar a casa, Daniel no podía andar, le parecía que le habían clavado sus pies a sus botas. Venía del colegio despacito; llegó cansado a casa; se sentó en una piedra que había en su puerta. Allí le tuvo que sacar la merienda su madre.

Aquel día Daniel no pudo ir a ver los pájaros al monte; no tenía ganas de merendar y tenía muchas ganas de llorar. En aquel momento llegó el tocholero para poner las tachuelas a uno de sus hermanos. Ató la burra a su ventana; la bicha se acercó a Daniel que estaba muy triste. Daniel le dio el pan de su merienda. Desde aquel día se lo daría todos los días. La bicha y Daniel se hicieron muy buenos amigos. Un día, mientras el tacholero ponía las tachuelas a sus hermanos, Daniel daba trocitos de pan a la bicha, se fue tras él corriendo y marcharon al monte. Siguieron andando y llegaron a un pueblo. Daniel pedía limosna, el pan que le daban se lo daba a la bicha, así fueron a muchos pueblos. Daniel montaba en la bicha, pues con el peso de sus botas no podía andar. Cuando el tacholero salió de casa de Daniel de hacer su trabajo y vio que no tenía bicha, le culpó al padre de Daniel diciendo: “Tú me has quitado mi bicha y se la habrás vendido a algún gitano que pasaba por aquí”. El padre de Daniel se desesperaba diciendo: “Yo no la he visto”. El tacholero seguía insistiendo; marchó al cuartel de la guardia civil y metieron en la cárcel al padre.

Paso el tiempo, Daniel se acordaba de sus padres y hermanos, les echaba mucho de menos. Decidió regresar a su casa, al verlo su madre y sus hermanos le abrazaron, y le contaron lo que le pasó a su padre, que estaba en la cárcel por llevarse él a la bicha. Entonces Daniel fue a la casa del tacholero y le dijo que la devolvería la bicha si mandaba soltar a su padre de la cárcel. El tacholero aceptó, y cuando el padre de Daniel llegó a casa, abrazó a su hijo y le prometió que desde entonces no le volvería a poner más tachuelas a las botas de sus hijos, también dijo a sus vecinos lo que pasó con el tacholero.

Desde entonces el tocholero tuvo que dejar su oficio. Todos los niños, principalmente Daniel, fueron muy felices corriendo por el bosque persiguiendo las mariposas y sintiendo cantar a sus amigos los pájaros.

Luis Torrecilla Estévez.




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